LA SONRISA DE ORO
Teresa no podía dejar de darle
vueltas a una noticia que acababa de leer en el panel de anuncios de su
colegio; un nuevo concurso de relatos le ofrecía la posibilidad de presentarse
con esa bella afición en la que destacaba desde que era bien pequeña: la
escritura. Su ilusión era tan contagiosa que estaba deseando llegar a casa para
poder contárselo a su madre, Rocío. Esta vez era muy diferente: una editorial
se comprometía a publicar una antología con el relato ganador y otros diez más que
elegirían entre los mejores.
Aquella mañana por fin se la
veía sonreír un poco. Teresa estaba en plena edad de la adolescencia y a pesar
de que era muy risueña y todo le fascinaba, la repentina muerte de su padre
hacía apenas unos meses le había sumido en una profunda tristeza que no podía
superar. Le costaba concentrarse y ni siquiera escribir le ayudaba a evadirse
de esos momentos de desesperación que de la noche a la mañana le habían
convertido en una persona mucho más madura con tan horrible pérdida. Era como
si ya nada le importase y esa amarga melancolía hubiera hecho de sus pensamientos
y de su corazón un abismo insondable.
La muchacha había ganado ya algún
que otro concurso de cuentos en el colegio, por eso la idea de participar
enseguida la atrapó y lo primero que hizo nada más ver a su madre fue compartir
con ella la emoción que sentía:
─Mamá, no te lo vas a creer,
pero una editorial va a publicar uno de mis relatos.
La madre, sorprendida ante la
grata noticia, inquirió:
─¿Un relato?, pero ¿cuál, hija? Si
hace mucho que no te veo escribir. Me da mucha pena verte tan deprimida desde
que tu padre nos dejó, será una buena oportunidad para que puedas afrontarlo
mejor.
─Sí, mamá, tienes razón, pero, ya
sabes la complicidad que tenía con él y cómo le gustaban todas mis historias de
fantasía. Voy a presentarme al concurso solo por no defraudarle y te prometo
que lo voy a ganar.
─Ah, era eso, un nuevo concurso.
Te había entendido que ya lo iban a publicar. Seguro que papá ahora nos estará viendo
y te mandará toda su fuerza desde allá arriba para ayudarte a conseguirlo.
Teresa sonrió y mientras ponía
la mesa para comer, le aclaró con picardía su madre:
─He exagerado un poquito, sí.
Aún tengo que escribirlo. Pero ese primer premio será para mí, ya lo verás.
Los días siguientes fueron
pasando uno tras otro igual que las hojas del calendario rendidas ante un otoño
que estaba a punto ya de entrar. Rocío, a pesar del optimismo que había
despertado en su hija aquel concurso, empezó a preocuparse seriamente al ver
que seguía en ese mismo estado de apatía sin ganas de hacer nada. Todavía no la
había visto escribir ni una sola palabra. Ese domingo por la mañana, aprovechó
la ocasión para intentar consolarla:
─Cariño, ¿puedo pasar? ─preguntó
al tiempo que golpeaba la puerta de su cuarto con los nudillos.
─Sí, claro, mamá. Solo estoy
descansando un poco.
Rocío entró en la habitación. Teresa
estaba recostada sobre la cama con el portátil encendido. Miraba concentrada la
pantalla.
─¿Qué estás haciendo, reina? ¿Ya
has comenzado a escribir el relato aquel que me comentaste? ─se interesó.
La niña miró a su madre y ante
la inquietud que desprendían sus ojos, sin poder contener el agobio que sentía rompió
a llorar.
Con la voz entrecortada, le
susurró desconsolada:
─Ay, mamá. No sé qué me pasa. Llevo
días dándole vueltas y no se me ocurre nada. Por más que lo intento, es como si
mi cabeza se hubiese quedado vacía. ¿Cómo voy a escribir algo que tenga sentido
si no soy capaz ni de pensar?
Rocío se acercó al borde de la cama
y se sentó junto a ella. Tenía que ayudarla. Y se le ocurrió una idea: contarle
la leyenda de la abuela Carmen que su madre le narraba de niña cuando llegaban
las navidades. Teresa podría convertirla en una entrañable obra con un poco de
imaginación. Eso, desde luego, era una de sus mejores armas.
Y tras una larga charla de
increíbles revelaciones entre las dos y algunas semanas muy productivas, la
chiquilla pudo terminar su relato satisfecha, pero, sobre todo, orgullosa de
esa amable voz interior que le hacía presentir el triunfo de una conmovedora historia
a la que tituló: La sonrisa de oro.
Comenzaba así:
Las nubes amenazaban lluvia
cubriendo el cielo de un manto grisáceo que invitaba a una noche temprana. Rodrigo
miraba a través de la ventana muy indeciso. Dudaba de si sería prudente salir
de casa esa tarde por miedo a que les pillase la tormenta. Con tan solo trece
años, ya era un hombrecito que cuidaba de la única familia que tenía, su abuela
Carmen. La mujer lo había acogido hacía ya siete años tras el accidente en el
que habían perecido sus padres a pesar de ser ciega y con muy pocos recursos.
Gracias a ella, él había crecido en el calor de un hogar sintiéndose muy
querido y apreciado.
Cada día, los dos acudían a la
plaza mayor del pueblo para ganarse unas monedas con las que llevarse un trozo
de pan a la boca y algunas viandas con las que iban subsistiendo. La vida de Carmen
no había sido fácil. Marcada por una infancia de constantes peregrinajes entre
las consultas de los más prestigiosos médicos del país debido a una extraña
enfermedad congénita en la que estuvo al borde de la muerte. Aunque logró salir
adelante, terribles secuelas condicionaron su destino. Perdió la visión y su
boca se infectó con ulcerosas llagas que ocasionaron la caída de todos sus
dientes, algo de lo que jamás se recuperaría. Sus padres gastaron los últimos ahorros
en proporcionarle una nueva dentición con el único material que sus sensibles encías
no rechazaban: el oro. Pero su ceguera y, aquella extraña sonrisa dorada que
causaba tanta expectación al verla, la convirtieron en un ser débil y
sobreprotegido que apenas se relacionaba con nadie.
Conforme se fue haciendo mayor, Carmen
aprendió a valerse por sí misma y superó la inseguridad de sus carencias. Esa extraordinaria
dentadura la dotó de un don prodigioso que perfeccionó con el tiempo. Sabía
modular el aire de sus cuerdas vocales para que oscilase de una manera asombrosa
al tomar contacto con la pureza del metal. Su apacible voz se trasformaba en un
eco sobrenatural que cautivaba a la gente que se quedaba prendida al oírla
cantar.
Y así se fue ganando el sustento,
entonando dulces melodías que todo el mundo quería escuchar porque decían que transmitía
una paz inmensa.
Cerca de las seis de la tarde empezó
a lloviznar. Carmen, que sí tenía un oído muy agudizado, en cuanto oyó las primeras
gotas chapotear en las ventanas, le dijo a Rodrigo:
─Creo que esta tarde no vamos a
poder salir. Está lloviendo ¿verdad?
─Se está oscureciendo por
momentos ─respondió él muy apenado.
─No te preocupes Ya sé lo que
haremos para que no te aburras. Aprovecharemos para poner el árbol de Navidad ─solventó
ella.
Aún faltaba cerca de un mes para
que llegase la Nochebuena, pero a Rodrigo le pareció una idea maravillosa volver
a decorar la casa con las mágicas luces navideñas. Y después de prepararle a la
anciana un tazón de leche bien caliente como merienda, bajó al sótano a buscar
el árbol y todos los complementos.
Mano a mano, los dos juntos
comenzaron a colocar los adornos en un abeto artificial. Aunque era muy
antiguo, parecía de verdad por lo frondosas y bien imitadas que estaban las
ramas. Al tiempo que el chico colgabas las bolas de colores y las ajustaba con
precisión, la vieja le ayudaba dándoselas una por una adivinando de qué
tonalidad eran.
─Toma, cariño. Esta seguro que es
roja. Y esta otra es..., ¡morada! ─exclamó ella.
Rodrigo contemplaba a la anciana
con admiración, cómo era posible que siendo ciega nunca se equivocase.
─¿Cómo lo haces, abuela? ─le demandó─.
No fallas ni una.
─Es muy sencillo, cielo. Solo
tienes que creer en ti. Si te concentras descubrirás que también se puede ver a
través del pensamiento. Vamos, haz la prueba, cierra los ojos y coge una bola.
Piensa en ella y visualiza el primer color que te venga a la mente.
Al muchacho le gustó el juego tan
original. Cerró los párpados y los apretó con fuerza para no mirar. Prendió una
bola de la caja y pensó en el color amarillo. Pero, cuando los abrió, la bola
que tenía en sus manos era de color verde. Luego sacó otra e imaginó que era azul,
pero volvió a equivocarse: era colorada. Y viendo que no acertaba ni una, se echó
a reír a carcajadas.
─No entiendo como aciertas todas
y yo ninguna ─espetó perplejo mientras colocaba en lo más alto del árbol una
figurilla de un ángel.
─Tienes que dejarte llevar por
tu instinto. Con paciencia llegarás a conseguirlo ─zanjó la abuela resuelta.
La lluvia golpeaba cada vez con
más ímpetu sobre el tejado de la casa. Su sonido era alegre. Parecía un
cosquilleo de cascabeles repiqueteando entre las tejas. Rodrigo, que ya había acabado
de adornar la salita con coloridas guirnaldas de papel por todo el techo, se
sentó a descansar unos instantes junto a la ventana y se entretuvo siguiendo
con su dedo índice apoyado sobre el cristal, el rastro que iban dejando las minúsculas
gotas de agua hasta que se juntaban al rozar el borde. Sin darse cuenta se le
pasó el tiempo y llegó la hora de la cena.
Y fue esa misma noche, antes de
acostarse, cuando Carmen decidió contarle a su nieto un secreto que jamás había
confesado a nadie.
─Rodrigo, ven, siéntate a mi
lado ─le llamó desde su sillón─. Tengo que decirte algo muy importante. Yo, ya
soy muy mayor y sospecho que no me queda mucho de vida. Necesito que me ayudes
a ganarme un sitio en el cielo, y qué mejor que en estas fechas que se avecinan.
─No me gusta que hables así ─le
interrumpió él malhumorado─. Es como si quisieras morirte ya. No puedes dejarme
solo, no lo soportaría.
La viejecita sonrió. Le acarició
la cabeza al niño enredando entre los dedos, rebeldes mechones de su pelo.
Y lo besó en la frente:
─Soy tan afortunada de tenerte.
Desde que llegaste has colmado el vacío de mi soledad con la grandeza de tu
compañía. Aunque no lo creas, puedo verte con toda claridad en mi interior. Hasta
sabría enumerar una por una cada peca de tu rostro. Tus ojos grises son tan
profundos como la inmensidad del mar. Podría incluso mirar a través de ellos.
─Pero abuela, no te comprendo. ¿Qué
es lo que intentas decirme? ¿Puedes ver
a través de mis ojos? ─se sorprendió él.
─No, no es eso. Lo que quiero demostrarte
es la fuerza que posee la imaginación que rige nuestros pensamientos. Y ahora
vas a poder comprobarlo por ti mismo ─ rectificó complaciente.
Carmen se levantó con lentitud y
se dirigió hasta una silla cercana tanteando el suelo con su bastón para no
tropezar. La colocó enfrente del árbol de Navidad y se sentó:
─Acércate y dime si el adorno
que tengo justo enfrente de mis ojos es de color rojo.
─Sí, es una bola roja. ¿Pero por
qué me lo preguntas sí ya lo sabes?
─Porque quiero que me creas. Entre
los dos podemos llevar el espíritu de la Natividad a las familias que aún son
más humildes que nosotros ─le confirmó ella.
La anciana cogió la bola roja y mientras la tocaba con delicadeza, le pidió:
─Quiero que mires fijo esta bola
hasta que sientas una fuerte presión en los ojos y que ya no puedes aguantar más
sin parpadear. Solo así descubrirás la verdad que se encierra a través de su
reflejo.
Aunque no entendía nada el niño la obedeció. Escudriñó la bola sin
pestañear ni un segundo. Entonces, a los pocos instantes, sucedió. La estampa
de un chiquillo enfermo recostado en una cama apareció proyectada en su
superficie brillante igual que si fuese una película.
Ella, advirtió su incertidumbre:
─Ese infeliz está muy grave y su
madre no tiene dinero para comprarle medicinas.
Y tras respetar un corto
silencio, la vieja se metió los dedos en la boca. Con mucho cuidado se desenroscó
de las encías inferiores dos de sus dientes. Palpó la mano de su nieto y se los
depositó en ellas apretándolas con firmeza:
─Toma, guárdalos
bien y mañana nada más levantarte irás a ver a esa familia. Le darás estas dos
piezas de oro para que puedan curar a su pequeño. Su casa es la que está
bajando la cuesta, al lado de la panadería.
Rodrigo escrutó confuso
aquellos fabulosos dientes y sintió como le palpitaban entre los dedos. Parecía
que latían al mismo ritmo que su corazón:
─Pero abuela, necesitas de todos tus dientes para poder cantar,
¿podrás seguir y hacerlo sin que le afecte a tu voz?
─No te apures por eso. Ya nos
las arreglaremos.
Al día siguiente, lo primero que hizo Rodrigo fue cumplir el deseo de
la anciana. Acudió presuroso a la casa del niño enfermo. Cuando la madre abrió
la puerta y él le entregó los dos dientes de oro, ella los contempló hipnotizada ante
el resplandor que desprendían. Y muy sobrecogida, con los ojos mojados por las
lágrimas, le agradeció:
─ Con esto podré sanar a mi
hijo. Que Dios te bendiga.
Ya entrada la tarde, Carmen volvió
de nuevo a cantar a la plaza. A pesar de sentir que su voz se debilitaba sin dos
de sus dientes, al final logró terminar su actuación con éxito y recaudar algo
de dinero. Sin embargo, estaba dispuesta a seguir adelante, porque, en lo más
profundo de su alma sabía que estaba haciendo lo correcto.
Al llegar a casa, se sentó enfrente
del árbol. Llamó otra vez al muchacho.
Cogió una de las bolas de la
rama que tenía más próxima y ladeó su cabeza buscando la cercanía de su aliento:
─Anda, dime si esta bolita que
tengo en mi mano es verde.
─Sí, claro ─le respondió él con
cierta desidia─. Ya sabes que es de ese color… Sé de sobra que conoces la respuesta.
─No te enfades, cielo. Quiero que
la revises bien igual que hiciste ayer y me digas si ves algo nuevo en ella
─insistió.
Para no contrariarla, Rodrigo se
concentró en la cara externa de la esfera. Atónito, vislumbró como empezaba a irradiarse
la estampa de unos chiquillos famélicos que dormían apretujados en una habitación
sucia y destartalada.
Y al tiempo que le describía a
la viejecita la imagen con todo detalle, ella movida por su bondad, se quitó otros
dos dientes de oro.
Como todavía no había
anochecido, aseveró convencida:
─Corre, ve a esa casa y
llévaselos. Esas criaturas son tan desafortunadas que viven en la más absoluta
miseria. Así sus padres podrán comprarles comida, ropa, y una cama para que ya
nunca más tengan que dormir en el suelo.
Al
chico, la situación tan dramática de aquellos desnutridos niños lo impactó tanto,
que salió presuroso para cumplir el recado de la anciana sin poder olvidar que ella
ya se había desprendido de cuatro de sus preciados dientes.
A mitad de la semana, Carmen
cayó muy enferma. Quizá la ausencia de esas piezas dentales comenzaba a hacerla
más vulnerable. Debido al intenso frío invernal que sufría cantando cada tarde
en la plaza, su voz empeoró. No tuvo más remedio que resguardarse en casa
siguiendo los consejos del médico que acudió a visitarla.
Por la mañana, muy
temprano, el muchacho vio que la mujer se había levantado de la cama. Estaba de
nuevo sentada muy quieta junto al árbol. Se acercó para abrigarla con una manta. Le dijo con ternura:
─No seas cabezona, abuela, tienes
que acostarte o te pondrás peor. El médico te ordenó que debías guardar reposo.
Pero Carmen no lo escuchaba. Deseaba
seguir llenando de esperanza el corazón de los más desamparados. Tanteó con las
manos las hojas del abeto y cogió dos bolas de diferente color al azar.
Rodrigo se lo recriminó molesto al
advertir sus intenciones:
─¡¿De nuevo estás con eso?! No
voy a dejar que pierdas ya más dientes. Estás muy débil y tu voz cada vez vibra
menos.
Sin hacerle caso, ella le entregó
una de las bolas para confirmar lo que presentía:
─Tesoro, observa esta, por
favor. Son los huérfanos del Orfanato. Son tan pobres que esta Nochebuena no podrán
tener juguetes. Y el padre de esta familia, sin trabajo, ya no tiene dinero para
pagar el alquiler. Tenemos que evitar que se queden sin un techo dónde
cobijarse.
Rodrigo alucinó al percibir en
la cara pulida de las bolas las escenas que su abuela relataba
con tanta veracidad. Y comprendió que tenía un poder sobrenatural tan magnánimo
como su generosidad. Se imaginó en ese triste asilo al que él hubiese ido a
parar si ella no lo hubiese adoptado cuando sus padres fallecieron. Guardó
silencio y extendió su mano aguardando a que le depositase los dientes que ya había
empezado a quitarse:
─Ten ─le entregó los ocho
dientes que le restaban─. Repártelos entre el hospicio y esos desdichados que lo
han perdido todo. Con lo que les paguen por ellos tendrán más que suficiente para
que puedan subsistir. Una es la casa de Tomás, el zapatero, no puedes
equivocarte.
El chico salió intranquilo a la
calle. La vieja se había despojado ya de toda su dentadura. Aunque admiraba lo
que había hecho, ¿cómo se iban a ganar la vida a partir de ahora? Ella ya no podría
cantar y él todavía era muy joven para encontrar un trabajo.
Cuando una hora después llegó a
casa tras haber cumplido su deseo, la anciana le abrazó entre gestos de emoción
sintiendo la gratitud que acaba de experimentar en la piel de otros. Eso era lo
más encomiable. La felicidad de los demás revertía en su conciencia de una manera
arrolladora. No obstante, Rodrigo no estaba preparado para alcanzar algo tan excepcional.
Se echó a
llorar abatido. Era demasiado inocente para entender que la energía del universo
vibraba en el mismo plano emocional que la sublime voz de su abuela. Igual que
un imán que cuánto más daba, más atraía, en aquellos dientes de oro. Piezas mágicas
capaces de colmar de bendiciones la vida de los más necesitados.
Aquella noche, Rodrigo no pudo
probar bocado en toda la cena. Se sentía agotado y desvalido. ¿Qué harían
ahora? ¿Cómo persistirían en aquellas condiciones? Miraba a su abuela de soslayo
sabiendo que ella no se daba cuenta. La expresión de su rostro sin sus dientes,
le partía el corazón. Parecía mucho más débil y demacrada. Ahora sí que ya no
podría cantar, ni tampoco masticar y tendría que alimentarse a base de caldos y
purés.
Sin embargo, la mujer se mostraba
serena. Además de un corazón enorme, tenía una sólida fe y se fue a dormir con
la conciencia tranquila y un viso especial en su ciega mirada. El chico la
arropó como nunca lo había hecho antes. Acarició su níveo pelo. La besó en la
mejilla. Después, se fue a su cuarto y se acostó. Apagó la luz, pero tras más
de una hora sin poder conciliar el sueño, se incorporó. Abrió la ventana y buscó
en el cielo algún lucero al que poder robar sus deseos. Esa noche refulgía de
un modo especial. Había tantas estrellas que no sabía por cuál decidirse.
Pero, una fresca
brisa comenzó a golpear la ventana y la cerró. Y fue al salón para ver si le
vencía el sueño. Entonces se fijó en el árbol de Navidad que despuntaba entre
las sombras. Y se sintió atraído por el espumillón. Parecía un rosario de diamantes
que abrazaba los adornos semiocultos entre sus ramas. En ese momento, el
destello de una bola magenta penetró en sus pupilas. La cogió entre sus manos. De
pronto, empezó a centellear y a emitir un fulgor que iluminó toda la habitación.
Y al igual que si fuese un espejo, se reflejó en su superficie la habitación de
su abuela y como su cuerpo dormido se elevaba unos centímetros sobre la cama. La
ventana se entornó y vio entrar una diminuta esfera blanquecina que, tras un leve movimiento, se introducía
en su boca. Después, otra, y otra más, así hasta doce veces. Y comprendió que esas
insólitas luminiscencias no eran sino pedacitos de estrellas que bajaban directas
del firmamento.
Atónito por completo, el
muchacho dejó caer la bola al suelo y fue corriendo al dormitorio de la anciana
para cerciorarse de si todo aquello había sucedido de verdad. Se acercó hasta
el borde de su cama y se quedó anonadado al descubrir cómo sus labios entreabiertos
dejaban adivinar algo milagroso; una deslumbrante dentadura blanca con todos
los dientes alineados a la perfección.
Enloquecido por la emoción, la
abrazó y la zarandeó:
─¡Abuela, despierta! Por favor,
despierta.
La mujer entreabrió los párpados
aturdida y, por sorpresa, reconoció la cara de su nieto. Había recobrado la
visión.
La mirada de Rodrigo se fundió
en los irisados ojos de Carmen, desbordado por la conmoción de aquel portentoso
fenómeno:
─¡Dios mío, abuela! ¿De verdad puedes
verme?
Y mientras la besaba en la cara
una y otra vez, no podía dejar de
susurrarle:
─Ya no eres ciega, abuela, ya no
eres ciega. Y, tus dientes son ahora tan blancos, que parecen perlas preciosas.
DOS MESES DESPUÉS:
Ese día Teresa llegó a casa con
un papel enrollado entre sus manos en el que su nombre figuraba en el primer
lugar. Lo había conseguido. Su relato La
sonrisa de oro había sido el ganador. Cuando se lo entregó a su madre, las dos
se fundieron en un cálido abrazo sintiendo que un suave estremecimiento se unía
al compás de aquel emotivo encuentro. ¿Sería el alma de su padre? ¿Sería la
mágica voz de la abuela Carmen?
Lo que si era seguro es que el
don de la escritura había devuelto a Teresa la fe en el poder de las palabras.
Un poder que cuando las dicta el corazón, es capaz de hacer realidad todos los sueños
por inalcanzables que puedan llegar a parecer.
Dicen que las buenas acciones
son como un eco etéreo que gira alrededor de las almas puras. Carmen se
desprendió de lo más valioso que poseía para ayudar a los demás y el Universo
se lo devolvió multiplicado, alumbrando con la límpida luz del alba aquel hecho
extraordinario. No hay conciencia más noble que aquella que lo da todo
abandonándose a sí misma por el bien de otros. Así es el amor cierto y
desinteresado, la llama viva que ilumina la oscuridad de la existencia.
Amparo Belmonte Meseguer