LA ABUELA ARACELI
Todas las mañanas nada más levantarse, la
pequeña Daniela se colaba en el jardín de la casa que lindaba con la suya y, sin
que nadie la viese, arrancaba dos rosas blancas de un hermoso rosal para
llevárselas a su abuela Araceli que desde hacía algunos meses permanecía en la
cama aquejada de una terrible enfermedad. La anciana se había ido consumiendo
poco a poco y ya no podía ver, ni tampoco hablar. Cada vez que la niña le
acercaba las flores y se las ponía muy cerca de la nariz para que percibiese su
fragancia, a ella se le iluminaba el
rostro y era lo único que conseguía sonsacarle una sonrisa. Pero, ya nada iba a
ser igual. Y aquel día, el destino, sin dar tregua en el ritmo de la vida,
decidió cumplir con su misión una vez más agotando los últimos segundos del
tiempo que le quedaba a Araceli.
Esa misma mañana, la niña entró corriendo
en la casa con las rosas que había cogido muy temprano, pero, cuando subió al
dormitorio de la abuela, la puerta estaba cerrada y su madre aguardaba quieta
delante de ella.
Extrañada al verla cómo si la estuviese
esperando, inquieta le preguntó:
─Mamá, ¿qué ocurre? ¿por qué está cerrada
la habitación de la abuela?
─Verás, cariño, tengo que decirte una
cosa muy importante ─le susurró la madre con los ojos humedecidos.
Daniela intuyó que algo no iba bien, sin
embargo, no quiso escucharla y le replicó con impaciencia:
─Por favor, déjame pasar, tengo que darle
sus rosas de hoy.
La madre, sin saber cómo confesarle a su
pequeña que Araceli había muerto esa misma madrugada, intentó retenerla para
que no entrase en el cuarto. Pero, la niña sin hacerle ningún caso abrió la
puerta muy decidida ajena a lo que acababa de suceder. Se acercó sigilosa a la
cama, y cuando descubrió el cuerpo de la abuela completamente inerte y su
rostro que parecía profundamente dormido, solo entonces comprendió. Invadida
por la pena rompió a llorar y comenzó a besarla acurrucándose sobre su pecho.
La madre de Daniela que contemplaba la
escena detrás de ella llena de impotencia, la agarró con fuerza para sacarla de
ahí mientras el lloro de la niña resultaba cada vez más angustiado.
─Vamos, cielo, tienes que sobreponerte.
La abuela estaba muy malita y ahora ya no sufrirá más ─le consolaba la madre
abrazándola con ternura.
Pero la chiquilla, que era la primera vez
que se enfrentaba a una realidad tan dolorosa, se escabulló de sus brazos y salió
desesperada de la habitación con las rosas en la mano hasta que llegó al jardín.
Y, bajo la presión de la amargura que la embargaba, las tiró al suelo y comenzó
a pisotearlas con una rabia infinita.
La madre, pendiente en todo momento tras
ella, al ver como rompía aquellas flores no pudo más que intentar hacerla
razonar:
─Daniela, no puedes comportarte de esa
manera. Esas rosas las cogiste para la abuela y a ella no le gustaría verte
así... Si las destrozas, ya no podrá sentir su aroma desde el cielo.
La niña entendió que su madre tenía razón
y arrepentida por lo que acababa de hacer, cogió todos los pétalos
desparramados por el suelo y los trocitos de los tallos partidos. Acto seguido,
hizo un agujero escarbando en la tierra del jardín mientras las lágrimas que emanaban
a borbotones de sus ojos, caían al suelo mojando la hierba igual que si fuesen
agua cristalina.
─¿Pero, qué estás haciendo ahora? ─le
preguntó la madre extrañada.
La pequeña se giró hacia ella y le respondió
con la voz entrecortada:
─Las estoy escondiendo para que ya nunca nadie
pueda robarme su olor, así siempre permanecerá intacto solo para ella.
No obstante, lo que aún no sabía Daniela,
era que con ese noble gesto de intentar conservar algo tan preciado como el
perfume de las flores que más agradaban a su abuela, la magia de la vida había
comenzado a florecer también, y todas las mañanas, cuando la niña continuó con
la bella costumbre de acercarse a aquel rincón en el que había depositado
aquellas últimas rosas, el llanto que derramaba en su recuerdo fue haciendo que
lentamente germinase un hermoso rosal de flores blancas, el más precioso de
todos los jardines de la comunidad.
Y así, al tiempo que
Daniela fue creciendo a la vez que ese inmaculado racimo de rosas albas, siempre
supo en el fondo de su corazón que era su abuela quién esparcía aquel
penetrante incienso desde el más allá; un bálsamo especial que todo el mundo
envidiaba.
Y ya nunca más lloró,
pues descubrió que cada vez que se embriagase con aquellas singulares flores,
un pedacito del alma de su abuela la envolvería con su esencia para protegerla.
Dicen que siempre hay algo que nos une con los seres
que más amamos y que ya no están con nosotros. Puede ser un objeto, un aroma,
un pensamiento, un verso, una canción..., lo maravilloso es afianzar el lazo
inmortal que nos une a ellos, diferente y especial para cada persona, y que
solo uno mismo es quien lo hace revivir en su memoria.
Amparo Belmonte
Meseguer
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